El siguiente relato participó en el Concurso “ARMA UNA HISTORIA BASADA EN UNA IMAGEN” de la comunidad de Google+ ALMAS DE BIBLIOTECAS Y CINES.
¡Espero lo disfruten!
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Sus dulces y vivaces ojos siempre me
miraban amorosos y yo podía ver en ellos su alma con total transparencia. Su
hermoso corazón, pleno de amor, siempre me obsequiaba los más dulces mimos que
ser alguno pudiera ofrecer. Éramos jóvenes y en el maravilloso tiempo que
compartimos, llegamos a conocernos y a compenetrarnos de tal manera, que
parecíamos antiguas almas de eternos enamorados; sí, yo la amaba más que a nada
y mi amor era correspondido con igual intensidad, pero su dulzura e inocencia
ganaban mi ser por completo hasta el punto de pensar, a veces, que algo de
pecado debía haber al disfrutar así de tanta felicidad. Yo era su príncipe en
aquel idílico cuento en el cual se convirtió nuestro amor; ella siempre me
contaba sus encantadoras historias de aquella princesa de tierras lejanas, con
su voz celestial y cantarina que embelesaba mis sentidos y me hacía escucharla
embriagado, mientras acariciaba dócilmente su suave cabello dorado, precioso
como cascada de ambarina seda bordada en hilos de oro.
Siempre que nos encontrábamos, ella me
obsequiaba una mirada de ensueños y colocaba su delicada mano en mi pecho,
mientras me decía: «¡Príncipe, viniste!» y aquello me transportaba más allá del vasto mar, a un mundo donde mis
brazos eran su escudo y su abrigo; a un mundo más allá de la razón y la lógica,
donde en éxtasis de la evocada musa antigua, su sonrisa llenaba mis más
recónditas grietas. Hicimos planes para ir al teatro, para degustar y saborear
las exquisitas tortas de queso de la pastelería Café crème, incluso ella se ofrecía a prepararme platillos para que
yo pudiera disfrutar de sus artes culinarias (que reconozco no eran su fuerte,
pero yo siempre la animaba y callaba mi opinión, sonriendo). Recuerdo que le
obsequié un gancho adornado con una pequeña rosa blanca y aquel sencillo
obsequio la llenó de infinita alegría, sus ojos color almendra se abrieron,
trémulos, mostrando sin ningún pudor su emoción y dicha por aquel pequeño
objeto, que de inmediato se convirtió en uno de sus más preciados tesoros.
Así era mi princesa; natural, franca,
cándida, sin inmutarse por joyas pomposas
ni ricas pedrerías, con un sentido especial para darle valor a las cosas
más simples pero que representaban para ella algo único. Sí, así era ella, mi
princesa, mi ángel; una chica de bellos y nobles sentimientos pero con una
pesada carga al tener que llevar sobre sus delicados hombros, la
responsabilidad de ser la protectora y guardiana del sello de Ávalon, un sello
mágico que guardaba la quintaesencia del aether
terram, escondido en lo más sensible de la isla de Ynys Witrin y que estaba
seriamente amenazado por el Coloso Calamìth Djero, un ominoso ser enviado por
la codiciosa nigromante Tenara, quien pretendía acabar con el equilibrio natural
de las cosas para así poder hacerse del control sembrando caos y muerte.
El funesto ataque aquel no se hizo esperar
y la pelea fue cruel y encarnizada, muchos murieron pero se logró proteger el
sello a cambio de sangre y dolor, el Coloso fue destruido junto a la sombría nigromante
gracias a los duros esfuerzos de mi princesa, que lo dio todo y luchó con
ahínco para defender la vida y el derecho a la permanencia de la humanidad en
la tierra, lo cual me consta porque yo combatí a su lado siendo esa la última
vez que compartimos juntos, porque en esa cruenta batalla, ella se sacrificó
por mí evitando mi muerte.
Recuerdo que cuando me acerqué a su cuerpo
malherido y la sostuve entre mis brazos me sonrió dulce y tristemente,
satisfecha tal vez por haber salvado a su amado pero apenada por tener ahora
que dejarlo solo. Mis copiosas lágrimas empañaban por mucho la hermosa visión
de su rostro amable y delicado, el cual me ofrecía su último gesto de amor en
una mirada intensa y profunda mientras sus ojos vivaces temblaban. Me entregó
su gancho con la rosa y dijo con voz queda: «Príncipe, no te preocupes… por
favor espérame, porque yo voy a volver… no… no olvides nuestra promesa,
recuérdala, recuerda que vamos a ir al teatro y luego… luego debes invitarme a
la pastelería… no llores, amor, te
aseguro que… nos vamos a ver de nuevo… porque a fin de cuentas, las protectoras y guardianas no morimos para
desaparecer...».
Yo le juré que la buscaría por todo el
mundo, que aunque dejara mi vida en ello, iba a encontrarla en donde fuera que
estuviera. Y de esa forma me dio su último adiós, sin yo poder llegar a darle
un beso póstumo ya que cuando acerqué mis labios, mi ángel de la guarda
desapareció de entre mis brazos transfigurándose en miles de pétalos blancos de
rosa.
Desde ese entonces recorro el mundo
llevando en la solapa de mi guardapolvo, su gancho con la pequeña rosa blanca…
desde ese entonces me convertí en un errante solitario sin más vida que cumplir
mi promesa, yendo a los confines del planeta buscando a mi princesa, a mi ángel
amada, esperando por su regreso, esperando volver a encontrarla para poder
estar juntos, como en aquellos cuentos que, ilusionada, me contaba.
Ya han pasado veintisiete años de aquel
episodio, veintisiete años en los que le he dado no sé ya cuántas vueltas al
mundo, visitando cada rincón de cada ciudad, de cada pueblo… y un día,
caminando por aquellos linderos de estas tierras, me adentré en un sitio que no
había visitado antes y llegué a un apartado lugar mientras el atardecer se me
venía encima con un cielo matizado en violáceos tonos donde las nubes se
alargaban con pereza, mostrando pudorosas,
algunos rayos de sol entre sus pliegues algodonados que acababan
escondidos detrás de las azuladas siluetas de las montañas, que se imponían
indiferentes en el horizonte. Era un azulado que, hacia la falda de la
serranía, se iba degradando a verde
hasta terminar fundido con el follaje de las colinas que daban a una pequeña
iglesia de amplios techos rojos y ventanas de media luna a los laterales, la
cual estaba ubicada en medio de aquel bello paisaje. Una tallada puerta de
madera se enmarcaba en la estructura principal de la santa casa, que se
incrustaba en la parte frontal de esta y se alargaba hacia arriba, en forma de
sagrado paralelepípedo adornado con pequeñas ventanas de media luna también,
sobresaliendo así del resto de la estructura en altura y rematado con un techo
piramidal, también alargado, como si de un distinguido bonete rojo se tratara,
a la espera de sus feligreses para darles la bienvenida reverencialmente. En
frente de aquella iglesia, se extendía un exuberante campo de galantes flores de lavanda, las
cuales pincelaban la pradera de un mágico color lila mezclado con vivos tonos
morados, en la que el verde de las gramináceas terminaba de dar los toques
artísticos de aquel maravilloso cuadro.
Fue en aquel plácido lugar, en aquella
tarde fresca, bajo aquel cielo
imponente, que vi a una cándida joven veinteañera de brillante cabellera
dorada, preciosa como cascada de ambarina seda bordada en hilos de oro; rostro
amable y delicado, ojos dulces y vivaces, sentada entre las flores de lavanda.
El blanco de su vestido contrastaba con el violeta de estas, haciendo por
completo de ella, una perfecta visión angelical. La chica volteó y me miró,
quedando su mirada detenida en la mía; poco a poco se levantó, mientras sus
ojos vivaces temblaban y pude sentir en ellos, la chispa de un brillo que se
encendía en mil luces y la visión de una joven emocionada y estremecida,
conteniendo el llanto a duras penas, que corría presurosa al encuentro de su
amado, para fundirse entre sus brazos en un abrazo eterno y por siempre
esperado, mientras las flores de lavanda volaban y danzaban por doquier
entremezcladas con blancos pétalos de rosa. No pude evitar que mis ojos dejaran
escapar con profusión y libertad, salinas muestras de húmeda efusión que se
abalanzaban hacia ella, mientras sentía en mi pecho una emoción indescriptible
de alegría que se mezclaba con otro sinfín de sentimientos que me brotaban en
tropel, mientras mi corazón cantaba, conmovido, por este momento tan anhelado durante tantos años. Aquel abrazo fue… disculpen, es que no tengo
palabras; fue mágico, fue un abrazo de dos seres que se aman, de dos antiguas
almas de eternos enamorados que ahora volvían en el tiempo, cuando ella aún
narraba sus encantadoras historias de aquella princesa de tierras lejanas. Yo
la miré y sonreí, haciendo un esfuerzo inútil por contener mis lágrimas de
felicidad y amor. Mi ángel me traspasó suavemente con aquellos dulces y vivaces
ojos color almendra, cuyo trémulo llanto parecía un rosario de gotas benditas,
cual tierno rocío… Y bajo el inolvidable cielo de aquel atardecer matizado en
tonos color lila, rodeados de danzarinas y jubilosas flores de lavanda, ella,
entre sollozos mientras sonreía amorosa colocando su delicada mano sobre mi
pecho desbocado, musitó emocionada y con la voz más sublime y hermosa que había
escuchado en mucho tiempo, las palabras que anunciaban que nuestros corazones
por fin se habían reencontrado:
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